Crecí en el seno de una familia canaria en la que el alcohol, aún estando presente en eventos y ocasiones especiales, nunca fué algo indispensable que hubiera que tener en la despensa. Había un pequeño mueble bar con coñac y otros espirituosos en el salón que sólo se abría cuando habían visitas importantes y el resto del tiempo estaba bajo llave.
A la hora de comer, nunca había vino en la mesa. Y por lo que pude comprobar estando yo de invitado en casa de mis amiguitos, podría concluir que - salvo excepciones- en las familias canarias nunca hubo una gran cultura del vino, como podía haberla en otras zonas del pais.
Generalizando (y toda generalización es injusta y errática), podría decirse que salvo en algunos puntos de Tenerife, centro de Gran Canaria y Lanzarote, la tradición vinícola y su impacto en el consumo masivo y familiar de la sociedad canaria es sencillamente despreciable.
No quiero decir con ello que no hayan grandes bodegueros y buenos caldos en nuestra geografía. Y grandes especialistas y sumilleres muy cualificados, pero son la excepción, y no la norma.
En mis años en la península, choqué frontalmente con otra tradición. Lugares donde el vino era la estrella de toda comida familiar y donde a la gente desde pequeños se les educa en el complejo y sofisticado mundo de la enología.
Creo que hay que vivir un cierto número de años mamando tradición, catas y aprendizaje para que alguien pueda un día empezar a opinar con fundamento. Y yo no estoy en ese clan.
Reconozco abiertamente ser un profundo ignorante, y que mi valoración de cualquier vino se basa en la muy sencilla fórmula de "me gusta o no me gusta", sin más elemento de juicio que la subjetividad de mi maltratado paladar.
Consciente de mis limitaciones, siempre he sido de los que pasa verguenza en un restaurante cuando se te presenta la responsabilidad de elegir un vino de una carta que es un jeroglífico de nombres rimbombantes, añadas, cosechas, uvas y demás. Siempre le cedo el privilegio a otros más ilustrados o simplemente más fantasmones que yo. Pero cuando no me queda otra que elegir, paso verguenza. Y mucha. Sobre todo cuando el camarero viene y con toda la pompa descorcha una botella y me la da a probar. Nunca sé qué cara poner, y siempre tengo la sensación de que se me está notando en la cara que no tengo ni repajolera idea de lo que tengo en la boca, y que el muchachito , que lo sabe, se está descojonando por dentro y que lo único que le limita para llamarme idiota en mi puta cara es la relación camarero-cliente que le impide hacerlo.
Por suerte, un amigo muy "enterao de la cajalagua" pero que sabe de estas cosas, me dió un consejo hace unos años que me salva de esta incómoda situación. Se trata de dejar que el camarero descorche, y antes de servir para la cata, pararle y decir con aire de seguridad "deje, deje, no lo sirva, que respire un poco, ya lo sirvo yo, gracias".
Al parecer con esta sencilla maniobra pasas de absoluto idiota a tontolava precavido. Algo ganamos.
Sin embargo, de unos años a esta parte, parece que todo Dios se ha hecho un curso de sumiller. Incluso amigos bastante cercanos de los que SÉ CON TOTAL SEGURIDAD que tienen la misma formación vinícola que yo, de repente se ponen a pontificar y describir con pelos y señales las virtudes y defectos de una puta uva de la rioja que creció y maduró en un año del que no tiene al alcance ni una maldita efeméride.
De verdad he llegado a sentirme un auténtico bicho raro rodeado de tanto bodeguero sobrevenido. Y oiga, no discuto que alguien haya podido adquirir conocimientos, afición y maestria, pero sospecho que la avalancha de entendidos tiene mucho más que ver con postureo y ganas de dárselas de algo que a la que rascas un poquito el barniz, te das cuenta que no es más que palabrería artificiosa sin más contenido que vanidad y tontería. Los TONTOS DEL VINO, los llamo yo. Y como en el fondo soy buena persona, cuando coincido con ellos a la hora de una cenita de amigos, les cedo el privilegio de escoger el vino y que luzcan esa necesidad de reconocimiento que, pobres almas, les tiene tan enganchados.
Y de los fermentados, pasamos a los destilados, donde la historia es parecida, aunque con matices, porque aquí ya no hay tanto tonto, sino demasiado listillo.
Siendo adolescente, las bebidas fuertes me parecían asquerosamente desagradables. Supongo que no soy el único que tiene la sensación de estar tragando fuego la primera vez que se echa un buche de ron, y que no es precisamente un buen trago. Pero en esta alcohólica cultura nuestra, los destilados son parte esencial de la fiesta y tarde o temprano, quieras o no, acabas soplando copas porque burro cargado busca camino, y si no puedes vencer al enemigo, te unes a él. Al final el alcohol sigue sin gustarme, pero sus efectos me fascinan. Me gusta más una chispa que a un tonto un lápiz, y ese "buenrri", esa deshinibición y las carajeras que se montan cuando la sangre empieza a saturarse de alcoholes es un privilegio en la vida del que sería una estupidez privarse, sobre todo porque para disgustos y varapalos ya venimos servidos.
Yo empecé aliñando mis noches de fiesta con ron, que es lo que se bebe en mi tierra y la única bebida que le veía consumir, muy de cuando en cuando a mi padre. A él le gustaba el ron Arecha y en su defecto el Havana 3 años. Y como mi padre era un sabio, no tuve que indagar más para definir cual sería mi bebida de cabecera. Ese fué todo mi trabajo de campo a la hora de decantarme por mi licor favorito. Muy científico.
Sin embargo, con los años, esos cubatas de ron empezaron a afectar cada vez más a unas resacas espantosas que hacían mañanas insoportables y cefaleas totalmente prescindibles. El caso es que si sales una noche de fiesta y te bebes 5 o 6 cubatas, en el fondo te estás jincando un litro y medio de coca cola con todos sus azúcares, mezclandolo con alcohol. Y de esos polvos, estos lodos. No era buena idea, sin más.
Por eso me pasé al gin tonic. No porque me gustara especialmente la ginebra ni la tónica, pero al menos me ahorraba el azúcar, la chispa era igual, pero las resacas mucho menos terroríficas.
Pero el gin tonic se puso de moda y empezó la bobería.
De repente, todo quisqui era, de nuevo, especialista en ginebras, Pareciera que todo el mundo se crió en el palacio de buckinham alternando cada tarde con la mismísima reina madre. Y empecé a oir más teorías, y lo que es peor, más contundentes verdades tautológicas sobre ginebras que todas las fantasmadas vinícolas de las que hablé anteriormente.
Y empezó la fiesta de los bares con ginebras de nombres impronunciables a 12€ la copa, camareros con esos bastones de espiral sirviendo para que no se rompa la burbuja...aderezos de todos los colores con semillas de plantas exóticas, pepino, dos chup chups de Avecrem y mariconadas que dejarían sin respiración al mismísimo Ferrán Adriá en su laboratorio hasta las cejas de anfetaminas en plena explosión creativa.
Lo siento amigos...yo tampoco tengo paladar, ni conocimientos ni entrenamiento para distinguir una ginebra buena de una mala, y me sorprende que , de repente, haya una legión de licenciados en ginebritis capaces de percibir los matices de una ginebra islandesa que ha pasado por dos procesos de destilación, una pasteurización y un acabado de pétalos de rosa de Jericó. Andatomarporsaco.
Una vez más, un amiguete entendido me saca de dudas: Befeeater con tónica, hielo y un cacho limón, sin más. Ese es el gin tonic perfecto, y esa humilde botella de beefeater es la ginebra más pura y con más reconocimientos internacionales de lo que se vende en nuestros bares de diseño a precios astronómicos. Y es que los LISTOS DEL GIN TONIC, que son los dueños de los bares, encontraron la forma perfecta de sacarle la pasta a toda la legión de enteraos con ínfulas dispuestos a fundirse 12€ en algo que no sabe muy distinto al alcohol de quemar. Y todo por ser cool.
En fin...me voy a tomar un gin tonic con mi amigo Larry, que ese sí que sabe. Y tiene la buena costumbre de invitar :-)
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