martes, 26 de enero de 2021

una carta de amor

 Gracias a mis humildes orígenes, tuve la suerte de estar siempre rodeado de animales. Y me refiero a los de otras especies, aunque de la nuestra, también.

 El caso es que por mi procedencia rural tuve la suerte de estar en contacto directo con vacas, cabras, cerdos, borricos, gallinas, etc. Y lo más importante, con los humanos que los explotaban. Sí: explotaban. Porque es la verdad. Cualquier relación de un humano con otra especie siempre se ha basado en eso: en la explotación, uso y disfrute del más dotado sobre el menos evolucionado. Ya fuera para procurar alimento, ayuda o cualquier otro servicio, los animales domésticos estaban ahí para lo que estaban. Soy especista por genoma, cultura y tradición. Y porque no lo concibo de otra manera.

 También es cierto que la relación de mis ancestros con esos animales, aparte de la explotación, era respetuosa. Adoraban, cuidaban, mimaban y protegían a sus animales. Y sobre todo, los respetaban. Eran su sustento y el de sus familias y por ende no cabía otra opción que la de cuidar de ellos tanto como se cuida de un ser del que dependes y al que le debes la vida y la hacienda.

 Ví explotación animal, claro que sí. Pero nunca vi maltrato ni dejación ni crueldad en esos intercambios. El ganado proporcionaba carne, leche, queso, mantequilla. Las aves daban huevos y proteinas. los borricos y mulas y caballos fuerza de trabajo....Cada especie tenía su misión y su correspondencia en el trato. Siempre vi a amos comprometidos con sus animales, a los que brindaban cuidados, protección e incluso afecto.

 Y luego estaban los animales domésticos. Gatos que nos libraban de plagas de roedores y a la vez establecían un vínculo emocional con las personas en su particular y enrevesada forma de relacionarse con los simios erguidos pero que de una forma u otra establecían un contacto que iba más allá del mutuo aprovechamiento que procuraban esas relaciones.

 Y en otra liga, estaban los perros. Unos bichos que no generaban riqueza ni alimento, pero que de alguna forma llegaron a ganarse el consabido apelativo de "el mejor amigo del hombre". Y tal cual. Su lealtad, entrega, compañía y ayuda derritieron nuestros corazones hasta convertirlos en un miembro más de la familia. Ninguna especie ha podido acercarse tanto a otra como el humano al perro.

 En esos entornos rurales el perro era una herramienta, pero aparte de eso era compañía, ayuda, lealtad, fidelidad, guardia....tantas cosas. Pero siempre, y a pesar  del lacrimógeno sentimiento que produce el cariño con un peludo, siempre vi que se les trataba como eso: como perros. Tenían su lugar. Importante, prevalente, incluso privilegiado...pero su lugar. No vi jamás a un campesino humanizar a un perro, aunque llegara a quererlo más que a algunas personas. Y esa era la base del éxito de la relación.

 Hoy todo eso ha cambiado. Muchas personas han convertido al perro en un pseudo humano en el que vuelcan su cariño, su amor, sus cuidados y lo que es peor, sus frustraciones en las relaciones con otros miembros de su especie. Pero el perro no es un humano. Sigue siendo un perro aunque le pongas pañales, vestiditos, lo lleves a la peluquería o le procures un servicio veterinario de cinco estrellas que ya quisieran para sí millones de personas nacidas en el lado oscuro del mundo,

 El perro necesita su sitio, su instinto y su estatus. No una valoración ficticia que un primate desnortado haya fabricado para paliar sus carencias como ser supuestamente superior.

 Y ahí viene mi declaración de amor. Amo a Koira, mi dulce y leal perrita. La que me ha proporcionado sustento emocional en épocas durísimas. La que a pesar de sus demandas como ser vivo que me obligan a estar pendiente de su cuidado, sustento y bienestar, me ha dado un tesoro en forma de entrega, apoyo, compañía, lealtad y confianza. Un ser menor que me llena el alma de alegría y que a su manera me dice todos los días que mi vida importa porque sin ella la suya no tendría sentido.

 Un bicho que me idolatra, me protege y me recuerda constantemente que tengo que estar ahí y que mientras yo esté, ella también lo estará. Que me escudriña con la mirada en cada movimiento que hago. Que me sigue allá donde vaya. Que huele mi estado de ánimo y sea cual fuere, encuentra una forma de reaccionar ante él, pero siempre con el deseo de que sea el más oportuno para compensar y equilibrar cualquier desarreglo.

 No quiero humanizar a Koira. Es mi perro. Pero la amo. Y ella a mí.

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