lunes, 13 de abril de 2020

UNA DE PANDEMIAS

Llevo un mes de confinamiento. Como todos.
Y estoy harto. Como todos.

 Sé que mi situación es privilegiada. Vivo en una comunidad con poca incidencia. Vivo en una casa grande, terrera, en el campo. Y puedo salir a pasear al perro suelto para que corra por un bosque donde no encuentro a nadie. Respiro aire puro varias veces al día, tengo recursos para garantizar el suministro de alimentos y servicios.... También tengo problemas y apuros, pero seguramente mucho menores que los de otra gente.
  Pero aún así, me siento mal. Triste, desconsolado y solo. Muy solo. Y avergonzado, muy avergonzado.
  No soy virólogo, ni epidemiólogo, ni médico. Mi opinión solo puede basarse en los recortes que recojo de aquí y de allá. Y al final, ante tanta contradicción de las voces autorizadas, solo puedo pensar que lo que opino no es más que lo que quiero pensar, sin base ni raiz.
 Mi pensamiento político tampoco me sirve. Hoy por hoy están todos tan despistados que no me dan un maldito punto de apoyo para sustentar una teoría. Hoy no soy de izquierdas ni de derechas; solo soy un pringao despistado que elucubra en base a un instinto desprovisto de toda validez científica.

 Pero estoy harto. Y triste. Y desconsolado. Y solo. Y avergonzado.

 Me avergüenza no tener un referente. Me avergüenza que quien nos gobierna ande errático y sin soluciones. Y que quien les controla no tenga nada mejor que ofrecer.
 Me inquieta vivir en un país que se jacta de aplaudir en los balcones, pero que a una cajera de supermercado sus vecinos le dejen una nota en la puerta de su piso pidiéndole que se vaya a vivir a otro sitio, no vaya a ser que los contagie.
 Me desorienta que balcones que se erigieron en símbolo de empatía y aplausos y reconocimiento y agradecimiento, acaben siendo una plataforma de chivatos que acusan, denuncian y condenan.

 Me lamento de que la desobediencia sea hoy por hoy la menos mala de las opciones. Porque no soporto ver a 300 tíos en una gran superficie arriesgando al máximo amparados en el aprovisionamento de alimentos a la vez que esos mismos 300 fustigan y linchan socialmente a un pobre diablo que pasea a su perro por un descampado. O a un orate que se da un solitario paseo por una playa. O a un padre que saca a su hijo autista a dar una vuelta para que no se dañe enclaustrado. O a un hijo que alivia a sus incapacitados padres con un paseo de aire fresco.

 Me cansa pelearme con todo el mundo. Me cansa que hayan tantos jueces. Me cansa que una chica en la radio relate amargamente cómo su abuela murió sola en un hospital después de cuatro años sin verla y ahora no pueda soportar la idea de la soledad de la pobre anciana en su lecho de muerte, cuando en su lecho de vida no encontró tiempo para visitarla, y mucho menos asistirla.

 Me cansa que me llamen irresponsable cuando llevo 2 años de mi vida dando toda mi energía por aquello que otros, desde su púlpito, jamás consideraron esforzarse.
 Y me cansa que suene el himno para que nos creamos lo que no somos. Para que tape nuestras vergüenzas.

 Me irrita la condición humana, siempre tan egoísta. Tan parcial. Tan mezquina.
 Me irrito a mí mismo, por hacer que mis problemas y mi agotamiento no me dejen disfrutar de mis privilegios, que los tengo.

 Solo quiero que esto acabe. Que volvamos al placebo en el que cada uno está encantado de conocerse. En el que una situación de esta gravedad no te haga cuestionarte como ser humano, ni cuestionar a tus vecinos.
 Quiero volver a la frivolidad de las cañas de un bar, opinando sin criterio, a la codicia de los especuladores de bolsa, a las ansias de poder de los políticos, a la avaricia de los empresarios, al "te lo dije" de los jubilados. Quiero volver a la misma mierda de antes, porque así, y solo así se puede hallar paz entre tanta inmundicia. Y es que tener tiempo para pensar, solo puede aniquilarnos de asco.

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