miércoles, 6 de mayo de 2020

cansancio y aprendizaje epidemiológico


Qué cansancio el pandémico. Aunque más que cansancio, creo que ya es puro aburrimiento. Y no me refiero al aburrimiento propio del confinamiento y la clausura de todo un sistema de vida basado en la calle. Es un aburrimiento mental y emocional.

 Me aburre enormemente el continuo debate en informativos, redes y medios en general acerca de lo apropiado o errático de las medidas adoptadas. Detractores del gobierno, defensores, cifras, datos, argumentos a favor, en contra y todo lo contrario. Cada uno con su cadaunada elabora una teoría afín a su manera de ser y de pensar y, en la mayoría de los casos solamente con visceralidad y ganas, pero sin conocimiento sustentable . Cansa tanto cuñadismo, de verdad. Hasta el mio me cansa.
 Todos opinamos sobre cualquier minuncia y la convertimos en un campo de batalla. Que si los horarios, que si la desescalada, que si las mascarillas, que si las multas, que si cacerolada a favor de algo o cacerolada en contra de lo mismo. Que si aplaudimos a los sanitarios, que si los echamos de los edificios, que si la economía, que si las ayudas, que si los impuestos, que si los gandules… ABURRIMIENTO.

 Un hedonista como yo ahora se deja de cálculos y razones y solo piensa en meterse en un avión a la primera oportunidad para perder de vista un paisaje más que saturado de cotidianidad y alejarse todo lo posible de una rutina forzosa que solo va a calmarse cambiando de aires, de territorio, de gentes y de hábitos adquiridos a desgana.

 Quiero oir otros idiomas, otros debates, comprar en tiendas con productos desconocidos y sobre todo, dejar atrás la tan previsible y mermada actividad social que nos espera después de esto. Pero para eso todavía queda mucho. Demasiado. Aún nos quedan meses en los que la pandemia y sus satélites van a seguir monopolizando debates, tertulias y conversaciones casuales. Se van a suceder los “ telodijes”  al mismo ritmo que los “quienloibaaimaginar”. Y nos meteremos de cabeza en un bucle que solo de imaginarlo se me hace insoportable.

Pero habrá que ponerse en clave positiva para no perecer de inanición emocional y tratar de extraer como sea algún aprendizaje que consuele tanto tiempo perdido. Y sí, algo he aprendido, y es lo que normalmente se aprende tras una gran crisis, del tipo que sea. Y es que al final el mayor sustento vital para cada persona no se halla en las masas, ni en la globalidad ni en la todopoderosa tecnología unificadora, sino en pequeños círculos cerrados que constituyen nuestra única forma de sobrevivir: nuestra gente, nuestros sueños, nuestro mundo más cercano e íntimo, que es lo que a la larga nos ha hecho la única compañía en todo este despropósito.

 Es maravilloso darnos cuenta de cuantas cosas podemos prescindir. Y de cuantas gentes. Y de cuantos caprichos para que al final la criba nos lleve justo a lo que no  creíamos tan importante, ni tan vital ni tan imprescindible, pero que ahora se revelan como los pilares fundamentales que habíamos sustituido por becerros de oro. Que la salud de los tuyos te preocupa y te conmueve más que cualquier objeto, por preciado que sea.. Que una voz familiar, la alegría de un encuentro fortuito, la compañía de quien echabas de más acabe por  erigirse en  faro de tu vida cuando le habías bajado la llama seducido por las lentejuelas de la vanidad y la satisfacción fugaz que proporciona un ego satisfecho a golpe de autocomplacencia.

Y es que ahora no hay deseos de seducir a nada ni a nadie para reafirmarnos. Solo hay deseos de conservar lo que nos alimenta, cuidarlo, mimarlo y protegerlo. Y no es otra cosa que el calor de los tuyos, que es lo que a cada uno nos ha salvado. Al menos a mí.

 Estoy en deuda con quienes me han dicho buenos días y buenas noches durante todos y cada uno de los días de este infierno. Y no pienso olvidarlo. He aprendido que la lealtad se gana y se cultiva. Y que solo ella nos salva del frío y oscuro languidecer del alma.

 Gracias, pandemia. Porque ahora sé a quien necesito, y cuanto.