Ha sido un noviembre cojonudo.
Todo me ha salido bien. Mi hermana pudo relevarme en la atención a mi madre. He ganado pleitos. He conseguido prestaciones. Y sobre todo, me he recompuesto un poco anímicamente, que falta me hacía.
Y en esa recomposición anímica, mucho ha tenido que ver un viaje a Barcelona que si bien empezó como un nuevo peregrinaje de frustración en soledad sin grandes expectativas, acabó por convertirse en un reconstituyente vital en forma de reencuentros inesperados, recuerdos desenterrados y un soplo de vitalidad en mi maltratado ánimo.
Me deshice de gusto viendo a personas importantes que no esperaba ver. Cerrando heridas que aunque sin sangrar, seguían abiertas. Construyendo cariño y vínculos con mozalbetes que me hicieron sentir útil y valorado a partes iguales. Paseando por las calles de mi juventud con calma y saboreando silencios y estridencias. Mirando hacia adentro y reconociendo al joven que fui. A la promesa que fui. Al adulto que me desilusionó y que hoy se reconcilia consigo mismo. Creo que lo necesitaba.
Y ya, de vuelta en la rutina, me gusto más. Me quiero más. Estoy encantado de conocerme. Y me prometo a mí mismo no volver a caer en estados depresivos que siempre son impostores de la realidad. La euforia y la depresión son ladrones de voluntad que te retuercen el ánimo y la claridad de miras en la misma proporción. Sentirse un miserable o un Dios del olimpo son engaños de una mente que cuando se equilibra hace que vuelvan a salir flores de la semilla que un día creíste seca.
Esto solo es un agradecimiento. A la vida y a los que me la hacen vivir.